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Son segundos nomás. Diez, a lo sumo 20, los suficientes como para cruzar miradas e imaginar la vida del otro: entre el que sube y el que baja en las escaleras mecánicas (paralelas o enfrentadas) se tiende una relación aún no nominalizada. No existe palabra para describirla. Sin embargo, está: mezcla de deseo, de interrogatorio, de lo que sea, el que sube y el que baja --el que va y el que viene-- se escudriñan mutuamente desde la primera elevación a la última en una especie de duelo visual, un choque que se olvida una vez que se pone un pie en el piso y se enfila hacia el punto de destino.