Je m´apelle...

Hace varios años (¿una década?) una publicidad de un banco ahora inexistente protagonizada por chicos que en su hablar curioso miraban a cámara señalaba que el nombre es una de las cosas más importantes que uno tiene. Si bien no era más que una línea hueca de publicidad (no escuchada por los mismos bancos que suelen cambiar de nombres al fusionarse con otras entidades), en cierto aspecto tiene razón: conocer el nombre de una persona llega a modificar una cara, una fisonomía. El no saberlo, en cambio, acrecienta la intriga y genera fantasías (¿tiene cara de Romina o de Clara?). Sin embargo, hay personas que no le dan mucha bola. Son los que hacen de un apodo, su nombre oficial, su carta de presentación tanto en la privacidad como frente a desconocidos. Ahí están, pues, los que sin pudor se presentan como "Quique" tal o como "Lucho", "Pepe" o "Pancho", pretendiendo que todos los llamemos como los llaman sus parientes cercanos. Me niego. Sus nombres son ridículos e intentan imponer una cercanía que me es ajena y ante la que soy indiferente. Sean adultos y acepten el nombre que les pusieron: Enrique, Luciano (o Luis), José y Francisco. ¡Y a otra cosa!