Protocolo de chingolo

Las reuniones de balances anuales en ciertos institutos logran atraer a los personajes más variados. No sólo porque se sabe que después de un discurso soporífero de sus máximas autoridades (sí, aquellos directores guardados en formol, ajenos a la realidad) viene la comida --un macrodesayuno, un almuerzo, una picada, algo-- sino porque es ahí donde pueden ostentar su "posición de mando". Por empezar todo es formal. Hay una fila de asientos reservada para ellos (más hombres que mujeres que exponen siempre sus avejentadas caras, aunque uno no sepa bien cómo se llaman) y levantan la mirada con gesto de "yo soy un kapanga". Luego están los periodistas que, como hormigas, en vez de estar tras la noticia enfilan detrás del canapé, el salamín o el queso. En un campo en donde hay pista abierta para el narcisismo exagerado, están los que se la creen. Todos saben (ellos también) que están en "medios tops", una circunstancia que no limpia el hecho de que sean mediocres. A ellos se les adosan como parásitos los "wannabe", aquellos periodistas de medio pelo que quieren codearse con la créme de la créme, aunque todos saben que son unos figurettis. El discurso y su pomposidad, en realidad, no es más que la excusa para lo que viene: una lucha descarnada por un sandwichito, en el que no importa si sos hombre, mujer, joven o viejo, periodista o funcionario; frente a los ojos del otro, sos el enemigo.