Discurso interior

Llegás 20 minutos antes. Te decís que está bien, que es mejor llegar temprano que tarde. Mientras esperás que los minutos corran, decidís dar una vuelta por el lugar. Subís al primer piso, enfilás a la derecha. Seguís caminando y cinco minutos después estás en el mismo lugar de donde partiste. Mirás a la gente, mirás al reloj, mirás a la gente, mirás al celular (que tiene reloj). Y así, hasta llegar a la hora 0. Y entonces, llamás. Te dicen donde están, no sabés donde queda eso y te vienen a buscar. Bajás, doblás y seguis bajando. Y entrás: te sentás en la única silla vacía y te percatás de que las siete personas en ese lugar te miran a vos. Uno es el que te habla. Y todos te miran. El sigue hablando. Hacés que entendés. Decís que sí, aja, es verdad y cosas por el estilo. Y te empieza a caer esa gota que recorre la frente y el cuello. Seguís haciendo que escuchás, pero lo más importante sucede adentro: no sabés cómo esa gota furibunda logró llegar a tu espalda.