Al tercero, por favor

Es un lugar común, lo sé: el ascensor como espacio de mutismo total, de silencio frío, de ausencia de gestos, de incomodidad absoluta amplificada por la cercanía de los cuerpos. Pero aún así uno no deja de descubrir esa disrupción espacio temporal que se da una y otra vez cuando entrás a un ascensor y te topás con gente que o bien conocés poco (de vista) o no conocés del todo. Antes de hablar de trivialidades (el tiempo, "¡qué calor!", "¡se vino el otoño!"), como diálogo falso salvador, prefiero callar. Mirar el celular, mirar el piso, mirarme las zapatillas, mirar cómo el indicador de pisos cambia de número. Y cuando se abren las puertas, un suspiro: el momento incómodo pasó. Sin emabargo, si se rebobina la escena y se la pasa en cámara lenta uno se dará cuenta de que la incomodidad no se vive con los otros, se vive con uno mismo. Una persona segura, presumo, no ha de sentir esa tensión en el aire, esa pulsión --"¿digo algo o no digo nada? ¿qué hago? aaaaahhhhhhhhhhhhhhhhhh"--. Es el silencio con vos lo que te mata, el no poder controlar ni rastrillar en los pensamientos ajenos, saber qué piensan ellos, a centímetros de tu cuerpo. No importa. Se abren las puertas, llegué. Ahora puedo respirar aliviado. ¿En qué andaba?