Abuelos de nadie

Después de dejar a dos amigos, hoy, lunes a la madrugada, me disponía a tomar el 7 en Av. de Mayo para volver a mi casa. Como eran las 3 más o menos y por experiencia sé que este bendito colectivo se digna a aparecer recién a las 3.50 comencé mi acostumbrada peregrinación visual para mantenerme despierto o para matar el aburrimiento. El ejercicio es simple: examinar todo texto, por más minúsculo que sea, cuya característica máxima sea que diga algo más allá de las palabras, o sea, que su ambigüedad sea tal que exceda el simple acto comunicativo (cosa que hacen todos los discursos, claro). La cosa es que me tildé --ja, me sorprende cómo uso este verbo tan informático-- con un panfleto pegado en la parte de atrás de un puesto de diarios. En una serie de puntos recomendaba a los "abuelos" qué hacer para evitar que los degüellen, violen, asalten y descuarticen (la cuota macabra la puse yo). Todo muy lindo, informativo, casi cariñoso. Y fue ahí, en el medio de la nada porteña, sólo acompañado por el pasar fluido de los taxis carroñeros --sí, aquellos que se arriman bien a la vereda y pispean para ver si flaqueás y decidis tomar un taxi en vez de esperar por siempre el colectivo-, ahí, en ese instante, me pregunté: ¿por qué catzo a un hombre grande lo llaman abuelo sin saber si tiene nietos? ¿no será un poquito despectivo?
Si fuese mi caso, tuviera 70 años y ningún nieto en mi haber, me rompería bastante las pelotas que se dirigiesen a mí como "abuelo". Es más, tal vez lo sentiría como una provocación, un recuerdo palpable de una falta, de una deuda que ni siquiera la ciencia y la fertilización pueden remediar.
Los tipos de más de 60 años, sin hijos, nietos o conocidos, siguen siendo ciudadanos, individuos, hijos sin maadres, personas con años y arrugas encima. En fin, abuelos de nadie a los que le achacan diariamente su faltante, la tarea inconclusa inscripta casi inocentemente en tan solo una palabra.